Caía una llovizna rencorosa, incapaz de dar licencia a la
euforia de los borrachines que zozobraban en las calles tunjanas. La flota, que
es como se llamaba por aquellos tiempos y latitudes a los buses de ventanas
ruidosas y puertas desvencijadas, no había llegado. El encargado afirmaba que
el bus llegaría de un momento a otro, que no había razones para alarmarse. Mi
mamá lo miraba con la desconfianza que le producían (y aún le producen) los
hombres que hieden a alcohol. Contemplaba, cuando apartaba los ojos del agente
de viajes, las laderas que escoltan la rudimentaria Terminal de Transporte, las
tiendas atestadas de hombres que gritaban y manoteaban enérgicamente, las
tinieblas que avanzaban con paso incierto. La inquietud le rasguñaba la sangre
con violencia. ¿Qué hago?, se preguntaba por décima vez. Segundos después
recordaría la invitación de su hermana le hizo y que declinó por la pereza que
le producía ir a un lugar en el que a duras penas conocía a su cuñado.
Prefirió, en lugar de ello, ir a Moniquirá, a la casa de una tía a celebrar con
el enjambre de primos y primas que se reunían a propósito de la festividad. Eso
habría hecho si el bus hubiera llegado a las dos de la tarde, como estaba
programado, y no la hubiese dejado esperando con el corazón tocando a rebato y
la ira palpitándole en las sienes.
A las siete de la noche no tuvo más remedio que aceptar
que la flota no pasaría hasta el día siguiente a causa de un desperfecto
mecánico, como declaraba el dependiente o, como ella aún supone, a causa de la
borrachera en la que a esa hora navegaría el conductor. Sólo le quedaban dos
opciones: regresar a Bogotá y pasar la Nochebuena acostada en su cama o buscar
el pueblo natal de su cuñado. El problema estribaba en que mi mamá no recordaba
el nombre del pueblo gracias a que era una palabra poco sonora, que le daba la
sensación de ser una invención, un vocablo para despistar, para salir del paso.
Lo cierto es que después que recordó que el pueblo se llamaba Sora se enfiló
hacia los malogrados vehículos que llevaban horas estacionados frente a una de
las tenduchas que asediaban la Terminal. Buscó a los dueños (quienes
seguramente ostentaban narices rojas y tufos de ochenta octanos) para negociar
el viaje hacia el pueblo que imaginaba más frío y más pequeño que Moniquirá. Mi
mamá sostiene que minutos después de cerrar el trato salieron para el pueblo.
Yo, con el respeto que merece su memoria, pienso que se equivoca: lo más
probable es que debió esperar durante una hora, acaso más, a que el chofer
terminara de ingerir las bebidas espirituosas para empezar a despedirse de los
compañeros quienes lo abrazarían, le palmotearían la espalda al tiempo que le
rogarían para que se tomara la última cerveza, la última copa de aguardiente,
el último trago de Whisky que apuraría directamente del pico de la botella,
entre las carcajadas y aplausos de los asistentes. Sea como sea, ella navegaba
al borde de las nueve de la noche de aquel 24 de diciembre de 1976, en la
oscuridad más tenebrosa que había visto, al lado de un hombre en avanzado
estado de embriaguez, hacia un pueblo del que no había escuchado mencionar ni
siquiera por la confusión de letras en los nombres de pueblos más populares.
En la casa de los papás de Gerardo (su cuñado) se dio
cuenta que sus temores eran justificados: habría sido mejor pasar la navidad
enrollada en sus cobijas, en la soledad más absurda, en vez de estar sentada en
la sala sin que nadie se atrevía a decirle poco más que el saludo y una que
otra pregunta de cortesía. Su hermana pasaba ocasionalmente para indagar por su
bienestar para luego ir a cumplir los estrenados compromisos de esposa
(conversar con las cuñadas, ayudarle a la suegra servir generosamente las
viandas a todo aquel que cruzara frente a la casa y echarle una ojeada al
marido para que no se embriagara antes de media noche). Una señora, entre la
decena de hombres y mujeres que transitaban por la sala, decidió tomar a mi
mamá de la mano y llevarla a lo que se denominaba irónicamente “El Club” (un
chiribitil en el que convivían borrachines y parejas que intentaban bailar
entre la humareda de cigarros y la gritería de quienes intentaban comunicarse).
Al fondo estaban sentados un hombre alto, entrado en años, una señora pequeña,
de piel ceniza y en medio de los dos, un hombre cercano a la treintena de años,
quien compartía la estatura y el tono de piel de la señora. Él dijo llamarse
José Isaías Niño; el señor de su derecha era su padre y la señora de la izquierda su
madre. La invitó a sentarse y le brindó, como era y aún sigue siendo su
costumbre, todo cuanto ofrecía la tienda (incluidas las flores de la barra y
uno que otro artículo del mobiliario). Luego bailaron hasta que mis abuelos le
dijeron que debían ir a la casa a celebrar la Navidad. Mi papá avergonzado,
acaso ofendido con la imprudencia de los papás, le dijo que la buscaría al otro
día, en horas de la mañana, a la casa de los Muñoz, los suegros de mi tía. Ella
regresó a la sala que a esa hora estaba atiborrada de gritos y personas.
Supongo que mi mamá se arregló la mañana siguiente de la
mejor manera posible, dada la precariedad de las prendas que reposaban en su
maleta. Ella, cuando le indago por los pormenores de aquel día, dice que había
olvidado la promesa y al que la había hecho. Sea como sea, mi papá no llegó
aquella mañana de lloviznas horizontales. Pienso, ahora que lo escribo, que mi
mamá no puede admitir, como no lo haría la mayoría de mujeres, que mi papá la
dejó arreglada, con el alma colgando de un hilo, sin tener la decencia de
aparecer ni de enviar un mensaje o una esquela justificatoria (como quiero
creer que se usaba en aquellos años). Esa misma tarde mi mamá fue invitada a la
tradicional corrida de toros del 25 de diciembre. Ella aceptó llevada más por
el aburrimiento y el rencor que por compartir el gusto por la fiesta brava. El
hecho es que entró a la plaza de toros a las dos de la tarde, cuando el sol
asomaba tímidamente entre el enjambre de nubes grises, con aquella mirada
altanera, con su enérgico caminar de trancos cortos y con los amenazantes
pómulos que aún conserva. Vislumbró entre los asistentes a mi papá (quien
sospecho estaría continuando la borrachera de la noche anterior). A los pocos minutos
él se acercó para ofrecerle la manzanilla que se calentaba en aquella bota que
contemplé desgarrándose entre una montaña de cachivaches a lo largo de mi
niñez. Ella, vuelvo a conjeturar, declinó la oferta al tiempo que el alma le
retornaba al cuerpo o, lo que es más probable dado su carácter belicoso,
mientras se tomaba la confianza para cobrar el desaire…